Disertaciones sobre por qué chingados no acaba uno de escribir uno su libro: novela inacabada, manuscritos y textos abandonados.
Son las 2 de la tarde y le entro al almuerzo que mi esposa me acaba de preparar. Huevo revuelto sobre un par de tortillas fritas. Sin salsa, sin nada más. Sabe bien, es sencillo pero sabroso. El minimalismo en su máxima expresión.
Mientras mastico y huelo el aroma del café que sigue en la taza, pienso en la novela que comencé hace un par de años con mucho entusiasmo y que, con el paso de los meses, fue perdiendo fuerza. Perdía el gusto y, poco a poco, la relegué a los cajones del olvido (en este caso un documento de word, porque ya no uso archivero, ni imprimo todo lo que escribo, sería una pinche pérdida de dinero y espacio).
Así que, ya con la intranquilidad en mi mente y sin huevo con tortilla en mi plato, me dirijo al archivo para releer la novela inconclusa y que, si soy sincero, no sé del todo por qué no acabé.
No me siento mal por haberla dejado a medias pues esa decisión fue, supongo, la fuerza para comenzar la novela de ciencia ficción que en este momento escribo y que no tiene indicios de convertirse en una especie de aborto literario al igual que la anterior. Al menos tendrá un punto final. Ya después no sé si se vaya a publicar o si alguien quiera perder varios días de su vida leyéndola, pero siento satisfacción al saber que tengo mucho más control sobre ésta. Sé a dónde va y conozco bien el camino, aunque a veces tomo uno que otro atajo o incluso utilizo la ruta panorámica. Pero no me saco de la pinche cabeza ¿por qué chingados no acabé la primera novela?
Según el escritor mexicano Andrés Acosta, hay diferentes tipos de escritores, los cuales, regularmente, se agrupan en dos tipos: los que necesitan de una escaleta para poder crear una narración larga y los sumamente intuitivos que pueden escribir sin tener alguna especie de “programa” o planeación. Simplemente comienzan y avanzan a través de la historia.
Paso 1: Escribir y Nostalgia
Yo pertenezco al primer grupo de Acosta, de los que necesitan saber para dónde van, sin embargo, cuando comencé mi novela, pensé que era más intuitivo. Así que empecé con huevos, ilusión y ganas. Golpeé las teclas de mi computadora (que dejaron de funcionar bien —entonces las presioné con mayor delicadeza—). Llevaba una velocidad sorpresiva, no podía creer que pudiera avanzar de forma tan lúcida en mi primer intento serio por escribir narrativa más larga que un cuento de diez páginas. Pero como nada es tan perfecto como lo tenemos en nuestra cabeza, me iba a dar un madrazo de realidad:
doy una primera leída a lo que llevaba y encuentro todo un caos. La historia, a grandes rasgos, iba. Pero hay detalles, muchos detalles, un chingo de detalles que no cuajaban. Es como sacar del refrigerador una gelatina que tiene solo veinte minutos, nada de cohesión. Fea y un tanto aberrante.
Paso dos: hice mi escaleta
Fue como ver la escena de Hellraiser cuando el esqueleto se forma en el ático. Así, igualito, con sangre y músculo. Desde el principio, hasta el final. Personajes principales, incidentales, etc, etc, etc. Todo un pinche triunfo que era digno de enmarcarse. Pero faltaba algo importante: escribir la chingada novela.
¿Qué es lo que no nos permite concluir una novela?
Una vez más recurro a las sabias y atinadas enseñanzas de Andrés Acosta.
Mientras tenía una plática con él, acompañado de café (que me gustaría decir que era entre cerveza y whisky, pero hay veces que el respeto que sientes hacia un escritor no te deja pasar la barrera de la enseñanza como un escolapio que no sabe ni un carajo de la vida), hablamos de todo a lo que se enfrenta un escritor al momento de lanzarse a la aventura casi idiota de escribir una novela (sobre todo la primera). También me dijo que es común, demasiado, tener errores, pues es casi un hecho que el primer proyecto largo tendrá detalles que no logramos ver. Uno de ellos es el querer abarcar todo. Tener una necesidad casi idiota por demostrar el dominio que se tiene sobre un tema. Y es que cuando el trabajo detrás de la obra es exhaustivo y extenso, el escritor novel considera una falta de respeto a su trabajo no demostrarle al lector que realmente se partió la madre en el trabajo de investigación. Pero sobre todo hubo un detalle, el que jamás olvidaré y el que me recordó que no olvidara: no aburrirse.
Parafraseando a Acosta, el escribir una novela (y escribir en general), es mucho trabajo, lo más fácil es pensar la trama, la forma y redactar (porque se escribe en la planeación y uno se sienta frente a la computadora o en la máquina de escribir, depende de qué tan mamón seas, simplemente a redactar). Lo verdaderamente complicado del proceso creativo es regresar sobre nuestros pasos y ver el verdadero desmadre que dejamos. No importa qué tan planificado uno sea, a menos que se trate de Flaubert, es un hecho que veremos un verdadero tiradero el cual tiene que ser pulido, limpiado y después se ensuciará todo de nueva cuenta y, sí, hay que pulir y limpiar y de nuevo desordenar. Hermoso ¿no? Pero si un escritor está totalmente convencido de que su novela vale darse de madrazos contra la pantalla, desvelarse, ir en vivo a la chamba, dejar de ver a la novia, dejar la cama de la esposa (o esposo) vacía durante noches y, al final, ver un trabajo del que puedas decir: “qué cabrón soy, me dedicaré a esto de por vida”, todo, absolutamente todo, habrá valido la pena.
Pero ya di muchas vueltas. Puedo citar charlas y consejos y a final de cuentas, yo soy quien dejó una novela inacabada, una que se quedará encajonada hasta que una de dos: la borre de mi disco duro para siempre o, en un intento absurdo por no sentirme derrotado, trate de acabarla. Pero en este momento, en este pinche segundo, está muerta.
Paso 3: ¿Aburrimiento?
¿Aburrimiento? Tal vez. Posiblemente se me salió de las manos. Cuando terminé la escaleta, curiosamente, sentí como si todo estuviera concluido, como si lo único importante fuera una historia rápida por contar. No me hizo falta más. Perdí ambición. Y sí, me siento mal, abatido y derrotado porque perdí lo único que necesito para escribir, lo único que me convenció cuando me dije “vas a escribir cueste lo que cueste aún y así haya días en los que no comas, en los que el mundo te vea, te señale y se cague de risa de ti. No importa qué, vas a escribir.” Y después de todo eso, aquí estoy, contando la triste historia de la vida y muerte de una novela inacabada.
No soy nadie para ir a dar lecturas y pláticas sobre cómo escribir o los cómos y porqués del proceso creativo: no tengo ni un chingado libro escrito. Pero sí puedo decirles que, a fin de cuentas, todos empezamos por algo. Siempre hay un proyecto gigantesco que, en nuestra mente, revolucionará el mundo. No obstante, la realidad nos alcanza y… te derrumba. Y ni pedo. Antes del rechazo de los editores, llega el nuestro. Ver un trabajo que cojea y decidir, con todo el dolor de nuestro yo escritor, que tiene que morir. Darle un par de tiros. Y ni pedo, a lo que sigue.
Pero podría ser peor. Siempre puede ser peor. La vida y el mundo pueden ser peores. Así que es mejor la muerte de algo que sabemos no tiene por qué existir, a ver un libro, años después (porque aunque no lo crean, si son lo suficientemente tercos, todo se puede publicar), para avergonzarnos de algo que hicimos a las carreras, por el mero deseo de publicar por publicar. Carajo, hasta a Cortázar le pasó, siempre pensó que su primer libro publicado era juvenil, apresurado y poco valioso. Por eso, después de lanzarlo al mundo, esperó hasta tener la edad necesaria (al menos para él) y dedicarse a eso de las letras.
Otros escritores dejaron novelas inconclusas, sí, como Fitzgerald, Mark Twain, Roberto Mussil o David Foster Wallace, pero algunos de ellos lo hicieron porque murieron o se mataron y éstas fueron las últimas, así que no entran en la categoría del complejo del novelista novel inacabado. Ese que, en este momento, ostento con orgullo y un poco de vergüenza.
No todo es tan malo. Mi primera novela está enterrada. Pero de los errores que cometí en ella aprendí un madral y es por eso que ahora no me aloqué y agarré al toro por los huevos y sé a dónde voy y en qué voy a ir y, sobre todo, cómo chingados voy a llegar.
Dice mi padre que de todo en esta vida se aprende. La verdad es que sí. Y ahora que veo hacia atrás el trabajo que dejé inconcluso y ahora que he pensado el por qué, llegué a unas cuantas conclusiones útiles. Para mi.
- Descubrí que no soy un escritor tan intuitivo y necesito una guía para conocer el camino.
- No sé cómo le hacen esos que escriben un chingo de páginas al año. A mí me ha costado muchísimo llegar a las 100 páginas. Y eso está bien, no tengo prisa.
- Siempre es bueno dominar un tema, pero jamás dejar que éste nos domine. El lector no tiene necesidad de saber cuánto investigamos. Lo notará en el texto.
- Aprendí a no aburrirme. Siempre tener no solo la emoción de quien escribe por primera vez, sino también de quien lo hace con pasión. Sin pasión nada vale.
- Como una vez me dijo José Alfredo Reyes (profesor y escritor), el escritor escribe. Y pues sí.
Que se encuentren aquí, como lectores de este texto, me hace pensar que, aunque sea por un momento han deseado escribir una novela y eso está chingón. Aunque dicen que sobran novelas y puede que sí, es muy probable que de entre todo ese apiladero pendejo de textos en las librerías salga algo sumamente poca madre y que jamás pensamos que existiría. Así que si tienen una novela inacabada, piensen ¿por qué no la acabaron? Y aunque es una pregunta simple, la respuesta les puede dar mucho más que solo un “me dio hueva”, puede que encuentren el material para escribir el que sea realmente su gran libro.
Todo esto, después de haber comido los huevos minimalistas que me preparó mi esposa. Observo el archivo de word de mi novela inconclusa y lo cierro. No lo borro. ¿Quién soy yo para decidir su destino?
Entonces me acomodo en la silla y me preparo para continuar escribiendo. Va a haber un chingo de obstáculos, pero siempre y cuando esté seguro de lo que hago, voy a llegar bien. Madreado, cansado, desvelado, jodido y, tal vez divorciado, pero bien.