Ilustración de Randy Mora
Escritores que por destino o decisión propia leímos menos de lo que pudimos haberlos leído
No se sabe por qué, en algún momento, Juan Rulfo dejó la pluma y el papel y se olvidó para siempre de las letras, dejándonos huérfanos, como quien dice, de lo que hubiera podido escribir. ¿Habría podido escribir algo más y decidió no hacerlo, o de verdad se le acabaron las ideas? Nunca lo sabremos. A propósito del centenario de su nacimiento y gracias a Tinta Chida, que tuvo a bien cometer el error de invitarme a escribir sobre Los escritores del silencio, me latió empezar esto platicando un poco de Rulfo, al menos mencionarlo, y ojalá que no nos cobren derechos
Como casi todos sabemos, luego del gran éxito, casi inmediato, que obtuvo con Pedro Páramo (1955), Rulfo se sumió en un silencio literario que le fue cuestionado toda su vida. Se cuenta que entre las respuestas que daba para justificar o explicar ese cortón, fue que se le había petateado un tío (el tío Celerino), quien era el que le contaba las historias. El Tío Celerino realmente existió, se dedicaba, entre otras cosas, a la embriaguez y a confirmar niños de pueblo en pueblo. Parece que el verdadero héroe, entonces, es el tío Celerino, quien contaba esas historias y nunca las escribió, Rulfo las escribió por él. Si habremos de creerle a Rulfo ese cuento, diría que hacen falta más de estos tíos celerinos, contadores de historias, para que los rulfos del mundo tengan material qué escribir y no callen para siempre, ¿no creen?
Resulta interesante cómo hay estos seres, verdaderos creadores, contadores de historias, que pueden mover a otros a escribir y crear mundos fascinantes. Hoy no voy a verificarlo pero me acuerdo de haber leído una nota en algún lugar, donde decían que la abuela (o la madre, nunca se sabe en estas historias) de Gabriel García Márquez hizo un comentario sobre Gabo, a propósito del Nobel, y fue que admiraba la memoria que tenía, pues se acordaba de todo lo que le habían contado. Diciendo con esto que los verdaderos creadores de sus historias fueron otros y él sólo se había convertido en una especie de escriba o amanuense. ¿Cómo la ven? Estos héroes anónimos, que no tuvieron la voluntad o el talento o el oficio para sentarse a escribir lo que imaginaron y crearon, tienen al menos el mérito de haberse dado a la tarea de contar sus historias. Por fortuna, para todos nosotros, hubo cerca alguien dispuesto a ponerlas por escrito.
Pero hubo otros que sí fueron escritores, otras vidas igualmente dedicadas a la creación con mucha menos suerte que Rulfo y Gabo, quienes tuvieron ese raro y orgásmico éxito casi instantáneo, la fantasía de cualquier escritor, ¿apoco no? Ahí está, por ejemplo y para no ir más lejos, pues hace unas semanas pasada hablamos de él en Tinta Chida: John Kennedy Toole que no vivió para contarla pero sí para padecerla. Rechazado en vida hasta por su madre (literariamente hablando), terminó suicidándose. Años después y gracias a los esfuerzos de su misma madre -quizás por la culpa que pudo haber sentido-, es que se vio publicada La conjura de los necios, que ganaría un Pulitzer y un sitio entre los inmortales de pocas letras dentro de la literatura universal. Para curiosos, aquí les dejo un artículo entretenido con otros escritores que se hicieron famosos sólo después de muertos.
Podríamos pasarnos varias horas enlistando ejemplos de esta estirpe de escritores que, o bien, nunca publicaron a pesar de haber escrito muchísimo y a un muy alto nivel, o bien, publicaron poco; obras luminosas y memorables, antes de desaparecer para siempre del mundo de los escritores, aunque no del mundo de las letras. Pienso en Melville, Herman Melville, quien murió olvidado y sólo, luego del fracaso de su grandiosa Moby Dick. Justamente en estos días estuve leyendo Bartleby y compañía, una novela de Enrique Vila-Matas, que curiosamente me ha servido como fuente de información para esta nota, pues la novela trata precisamente de lo que el autor llama Los autores del No. Aquellos seres que, como Bartleby, el escribiente (1853), personaje del cuento del mismo nombre, que da origen al nombre de la novela, prefirieron no hacerlo, no escribir. Si alguien no conoce el cuento de Melville, se los dejo por acá.
Existen listas muy interesantes que vale la pena conocer de otros autores que sólo publicaron un libro y eso les bastó para crearse una fama y un lugar en el mundo de los más picudos de la literatura.
Hay estos casos, raros (¿pero qué no es raro en el mundo de las letras?), en los que algún iluminado, a muy tierna edad o no tan tierna pero bastante joven, es capaz de evocar todo lo que un ser humano podría lograr sólo a base de experiencias, lecturas, y vida, o sea, ya petarrín. Pero se han dado algunos, como el caso más famoso, creo yo, que tenemos en Arthur Rimbaud, quien se dio el lujo de escribir dos obras inmortales antes de los 19 años (Una temporada en el infierno, 1873; Iluminaciones, 1874) y luego ser lo que ya había dicho que quería ser: “Con gusto sería el niño abandonado en la escollera que partió hacia alta mar, el pajecillo que sigue la alameda cuya frente toca el cielo”. Bueno, se dio a la fuga y dejó sus letras abandonadas y sin publicar por ahí en un baúl, como muchos de nosotros dejamos los sueños de volvernos escritores. Rimbaud vivió la turbulencia de la juventud junto a Verlaine, escribió sus alucinaciones, algunos versos, un poema largo y algo de prosa, antes de escapar por enésima vez de su madre y su hermana, para ir a traficar con armas y, luego de veinte años de extravío en el mundo material, morir de un carcinoma en la rodilla. Aquí sí que podemos aplicar esa de: “Iba a ser el poeta más grande de la historia pero me lastimé la rodilla”. Rimbaud sólo fue reconocido como un gran poeta, en vida, por sus amigos cercanos, y sólo años después, ya seco en su tumba, se le dio el lugar que merecía entre los grandes de las letras universales.
Y luego tenemos a nuestro querido Salinger. David Jerome Salinger, quien a los 32 años publicó El guardián entre el centeno, otra obra cumbre de las letras inmortales, tanto para la literatura norteamericana como para la literatura universal. Estarán de acuerdo en que pese a ser un libro relativamente breve, ligero de leer, y aparentemente sencillo en su trama, contiene la mejor traducción a las letras de esa etapa compleja que conocemos como adolescencia. Todas las contradicciones, la rebeldía, la desorientación y al mismo tiempo la convicción de saber, por lo menos, lo que no se quiere ser. Yo me divertí mucho leyendo esa novela, y seguro que varios de ustedes también. En fin, luego de eso, y unos cuentos, Salinger también se fugó, y como Bartleby, “prefirió no hacerlo”, ¿no hacer qué? Escribir. Salinger dejó de escribir igual que Rulfo y Rimbaud, y se alejó de la vida pública, en realidad se alejó de la sociedad. Nadie sabe por qué lo hizo, pero le agradecemos que se haya tomado el tiempo de publicar el Guardián entre el centeno antes de irse a hacer… lo que sea que se haya ido a hacer, allá, lejos de los mirones y los preguntones del mundo.
Pero dejo para el final, -sí, ya voy a terminar-, dos autores que, para mi gusto, son de los más grandes, y también los más silenciosos. Uno eligió el silencio (en cuanto a publicar, no en cuanto a escribir) por incomprensión, el otro por voluntad. Uno por timidez, el otro por excesiva exigencia propia. Uno se encerró en sí mismo, el otro se desdobló en otros.
Si la obra que elijamos como metáfora, para describir a estos autores, la tuviéramos que tomar de entre sus propias creaciones, encontraríamos una curiosa coincidencia o proyección; no sé cómo llamarle a este acto chairezco que me aviento ahora. Elegiríamos La metamorfosis y El libro del desasosiego, respectivamente.
Por supuesto, estoy hablado de los mismos en los que pensaron cuando mencioné esos títulos, ¿Quién no ha leído La metamorfosis o El proceso, de Franz Kafka? ¿Y quién no ha escuchado hablar o leído alguna vez, o dos, o tres, El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa? Y pensar que ambos murieron sin haber publicado la mayor parte de su obra, sus inconmensurables y desmesuradas obras. La de Kafka en cuanto al impacto que llegó a tener en el mundo de las letras, su influencia en todos los cuentistas del siglo XX, y Pessoa, en la desmesura de sus desdoblamientos, sus heterónimos, sus otros yo, aún hoy se siguen publicando materiales inéditos, 80 años después de su muerte, se siguen revelando obras inconclusas, versos generosos.
Me gusta cómo lo expresa un periódico (no sé si real o ficticio) que cita José Saramago en El año de la muerte de Ricardo Reis (uno de los heterónimos de Pessoa a quien omitió poner fecha de muerte), y en donde se habla de su fallecimiento: “…la muerte inesperada de Fernando Pessoa, el poeta de Orfeu, espíritu admirable que cultivaba no sólo la poesía en moldes originales, sino también la crítica inteligente, murió anteayer en silencio, como siempre vivió, pero, como las letras en Portugal no alimentan a nadie, Fernando Pessoa tuvo que buscar empleo en una oficina comercial…”.
Kafka nunca logró conseguir que lo apreciaran, y cuando lo intentó, pudo publicar muy poco; terminó encargándose de la fábrica de su cuñado, atrapado por las circunstancias, además de su enfermedad, la cual lo llevaría a la tumba, verdaderamente un personaje kafkiano. Así Pessoa, entre cuatro paredes, pero no las cuatro paredes de un estudio repleto de libros y glamour literario, sino una oficina con un jefe “con el alma fuera del universo en su conjunto”, realizando un “trabajo absurdo en la oficina casi desierta”.
Se nos fueron estos genios, con obras descomunales, completamente en silencio. Kafka, decepcionado del mundo literario y de tanta incomprensión, pidió a su amigo Max Brod que quemara su obra. Afortunadamente no lo hizo. Pessoa, alcohólico y pobre, al morir clamó por sus heterónimos y pidió sus gafas, dejando, inconclusa, una obra inmensa, bellísima y compleja. Bueno, quien haya leído a Pessoa sabe de qué hablo.
Y ahora, volviendo a lo que nos importa, es decir a ti, siglo XXI, la era de las computadoras, la Internet y la autopublicación, ilimitado para darte a conocer como el fabuloso escritor que sueñas ser. Te sientas en tu mesa especial, en tu espacio acondicionado adecuadamente para que la inspiración, las musas, los chacras y todo lo que haga falta a la creación fluya adecuadamente, y entonces, no escribes, y si escribes no publicas, y si publicas, nadie te pela. Bueno, no es para tanto, ¿verdad? Ya hemos visto que el talento y el trabajo, si se combinan bien, pueden dar resultados, y buenos resultados como escritor. Aquí mismo, en Tinta Chida, puedes encontrar ejemplos de personas que están viviendo el sueño, y viviendo de ello, como nuestro carnalito Alejandro Carrillo.
Quién sabe si no, entre las filas de los miles de escritores de clóset, se encuentra oculto un Kafka incomprendido, un Pessoa gigantesco y múltiple, un Salinger que ha renunciado, el próximo _____Ponga aquí su nombre______. Así que manos a la obra, compañero, que los legados no se escriben solos.