Escribe sin planes: descubre. William Faulkner y el placer de escribir sin pensar.
Escribir es un descubrimiento, no un plan estructurado. No es ir del punto A al B, con los fríos cálculos de un matemático para demostrar su formula. Por supuesto, William Faulkner, chingón de chingones, lo dice mejor que yo en este ensayito que se avienta como introducción a la edición de 1933 de su obra maestra El ruido y la furia.
Hace unos meses, cuando leí este ensayo por primera vez, se me destapó la cabeza: es como si el viejo Faulkner se hubiera metido a mi cerebro y con el tubo con el que se limpian las chimeneas me hubiera destapado, sacado la cochinada para que mis venas tuvieran más espacio para respirar y disfrutar al escribir, con esa anticipación gozosa con la que William escribió de principio a fin El ruido y la furia. Ya hablamos de esto en el Bloqueo de escritor y en los 24 mitos que los escritores padecemos. Que escribir es orgánico: una visión estática, no mental. Pero Faulkner, además, describe el éxtasis que sintió al chambear en El ruido y la furia como un descubrimiento: cuando empezó a escribirlo no tenia idea de nada; era un experimento. No pensaba en editoriales ni ventas ni libros. Sólo quería jugar.
Escribir es orgánico: una visión estática, no mental. Share on Xsin pensar en las decisiones que tomaran sus personajes ni qué chingados van a hacer para llevar al protagonista del punto A al B.
Le dejo entonces el microphone al buen William Faulkner; échale de ahí, mi chingón, cuéntales cómo fue para ti escribir El ruido y la furia.
Introducción a El ruido y la furia. 1933
Escribí este libro y aprendí a leer. Cuando escribí La paga de los soldados ya sabía más o menos como aproximarme al lenguaje, a las palabras: no con la seriedad del ensayista, sino con un respeto alerta, como lo harías con la dinamita; incluso con alegría, como te acercas a las mujeres: tal vez hasta con las mismas intenciones, secretas y sin escrúpulos. Pero cuando terminé El ruido y la furia descubrí que hay algo para lo que el derruido término Arte no solamente puede, sino debe, aplicarse. Descubrí entonces que había leído todo, desde Henry James hasta Henty y los asesinatos del periódico, sin hacer distinciones ni haber digerido nada, como lo haría una polilla o un cabra. Después de El ruido y la furia, como la repercusión de una serie de relámpagos, descubrí a los Flauberts, a los Dostoievskys y Conrads cuyos libros había leído diez años antes. Con El ruido y la furia aprendí a leer y a no seguir leyendo, porque no he vuelto a leer desde entonces.
Ni tampoco parece que haya aprendido nada desde ese momento. Mientras escribía Santuario, la novela después de El ruido y la furia, esa parte mía que descubría al escribir, que tal vez es la fuerza que hace que un escritor se enfrente a las penas y sufrimientos de poner cien mil palabras en papel, ya no estaba, porque yo todavía seguía leyendo, por repercusión, los libros que me había tragado diez años antes. Sólo al escribir Santuario me di cuenta que había algo que faltaba, algo que El ruido y la furia me había dado y Santuario no. Cuando empecé a escribir Mientras agonizo ya había descubierto lo que era y supe que también iba a estar ausente en este caso, porque este sería también un libro deliberado. Me propuse escribir deliberadamente una obra maestra. Antes siquiera de haber escrito la primer palabra ya sabía cuál iba a ser la última, y hasta en donde iba a caer el punto final. Voy a escribir un libro que, me dije, pueda respaldarme o hacerme caer, si es que nunca vuelvo a escribir. Así que cuando lo acabé ahí estaba la fría satisfacción, tal como lo había esperado, pero, también como lo había esperado, no estaba la emoción definitiva y física y al mismo tiempo difícil de describir que El ruido y la furia si me había dado: ese éxtasis, esa codiciosa y feliz fe y anticipación a la sorpresa que la hoja bajo de mi mano esperaba, sin obstáculos, para ser liberada. Como dije, esa fuerza no estaba ahí en Mientras agonizo porque yo sabía demasiado acerca del libro antes de escribirlo. Entonces me dije, Para que regresé, no tengo que saber tanto del siguiente libro antes de empezarlo. Y esperé casi dos años y entonces empecé Luz de Agosto, sin saber nada de él, como una joven mujer embarazada caminando al lado de la carretera en un lugar desconocido. Volveré a sentir esa fuerza, pensé cuando me senté frente a la hoja en blanco, porque igual que con el Ruido y la furia no sé nada de esta historia.
Pero no regresó. Las páginas escritas crecieron: la historia iba bastante bien: me sentaba cada mañana frente a ella sin pretextos, pero todavía sin la anticipación y el gozo que hicieron que escribir fuera un placer. Ya casi terminaba el libro cuando me rendí al hecho de que no regresaría, porque ahora, antes de escribir cada palabra, ya sabía lo que los personajes harían, porque ahora estaba escogiendo deliberadamente entre posibilidades y probabilidades de comportamiento y pesando y midiendo cada decisión con la escala de los Jameses y los Conrads y los Balzacs. Supe que había leído demasiado, que había alcanzado ese punto que todos los jóvenes escritores deben atravesar, en el que uno cree que sabe demasiado sobre su oficio. Recibí una copia del libro impreso y me di cuenta que ni siquiera quería ver que portada le habían puesto. El resto de los libros que siguieron a El ruido y la furia se apilaron en el librero y yo los veía, de pasada, casi a disgusto, y cada uno de los títulos siguientes me interesaba menos y menos hasta que al final, me dije, Gracias a Dios nunca voy a tener que volver a abrirlos. Creo que en ese momento ya sabía porque no había recapturado ese primer éxtasis, y sabía que nunca lo volvería a capturar, que en el futuro, escribiría las siguientes novelas sin reluctancia, pero también sin esa anticipación gozosa: que en El ruido y la furia tal vez ya había dado la única cosa que literariamente me emocionaba mucho: Caddy escalando el peral para mirar a través de la ventana el funeral de su abuela mientras Quentin y Jason y Benjy y los negros le veían los calzones.
Esta fue la única de mis 7 novelas que escribí sin un sentimiento de esfuerzo, ni, al terminar, experimenté alivió ni disgusto ni me sentí exhausto. Cuando empecé no tenía ningún plan. Ni siquiera estaba escribiendo un libro. Pensaba en libros y publicaciones pero sólo al revés, diciéndome a mí mismo, no voy a tener que preocuparme de que a las editoriales les guste esto o no les guste aquello. Cuatro años antes había escrito La paga de los soldados. No me tomó mucho escribirla y la publicaron rápido y me hizo ganar como 500 dólares. Me dije, Escribir novelas es fácil. No ganas mucho, pero es fácil. Escribí Mosquitos. No fue tan fácil y no la publicaron tan rápido y me hizo ganar como 400 dólares. Me dije, Parece que escribir novelas y ser novelista es más complicado de lo que pensé. Escribí Sartoris. Me tardé mucho más. La editorial la rechazó a la primera. Pero seguí insistiendo por cerca de tres años con una esperanza necia que se diluía, tal vez para justificar el tiempo que había gastado escribiéndola. La esperanza murió lentamente, pero ni me dolió. Un día le cerré la puerta a todos los editores y a las listas de libros. Entonces me dije, Ahora puedo escribir. Ahora puedo construirme un florero como el que el viejo romano guardaba al lado de su cama y cuyo borde suavemente besaba. Así que yo, que nunca tuve una hermana y estaba destinado a perder a mi hija en la infancia, me senté a escribirme una hermosa y trágica niñita.
William Faulkner
¿Y ustedes?
¿Ustedes, bandita, han sentido lo mismo? ¿Escriben con gozo develando el secreto o escriben para llegar al final que desde el principio planearon?
Por cierto, si me apendejé en la traducción, háganmelo saber, ya que no vivo de esto y me la aviento ahí de mi ronco pecho. Sí quieren leerlo en inglish, aquí lo topan.
Y si todavía no han leído El ruido y la furia… ¿Qué chingados esperan? aquí lo pueden comprar: amz eu español / amz eu inglés / amz mex español /amz mex inglés.