Sobre escribir con huevos, de cosas que importen (al menos a uno), o escribir chingaderas curiosas pero, eso sí, virales y que pagan la renta.
Esta es una historia sobre un patín del diablo. Y al mismo tiempo no lo es.
La idea era la siguiente: me transportaría durante una semana en un patín del diablo que me ayudaría a recuperar la juventud que he perdido entre el ruido de un mundo frío, que me dice a gritos chavo, ya eres un adulto y es hora de que pagues ese Snickers. Y con dinero de verdad.
He escrito esta historia unas siete veces. Y con cada versión la detesto más. Es una historia sobre un patín del diablo, pero no lo es.
Aquí es donde introduciría al patín del diablo como pieza central del texto, y como apelación a la nostalgia te llevaría al inicio de la década pasada, cuando los patines del diablo vivieron sus días de gloria. Mi idea es que tú en casa mires el artículo y digas ¡Cómo olvidar esas madres! ¿Oye Juan, mira, te acuerdas? para que luego hagas clic en una historia que recordarás quizás unos cinco minutos. Tal vez la leas en el transporte público, tal vez le eches un ojo mientras cagas por la mañana. Tal vez veas el encabezado y etiquetes a algún amigo sin siquiera leer el primer párrafo.
Esta es una historia sobre un patín del diablo. Pero no lo es. Hace algunos meses recibí un correo de mi editor. Tendría que transportarme en patín del diablo una semana y documentar los resultados. Sería un éxito. Otro artículo viral. Otra mierda, otro desperdicio sin sentido. Parece un poco dramático, lo sé. Tal vez mi perspectiva está teñida de fracasos. Esta historia es un fracaso. Lleva meses almacenada en el archivo > “VICE” > “Historias” > “Avances” > de mi laptop. Está bien acompañada, entre varios “artículos” completados a medias que se crearon en una nube de entusiasmo—una nube que pierde espesor y desaparece rápidamente con cada aventura artificial. La gente me dice que tengo suerte de dedicarme a esto y en algún momento del camino se me acabó el mo-jo. Ya no me importa.
En 2015 trabajaba como becario de VICE en Melbourne, durante esa malvivida etapa en la que decía voy a cambiar al mundo cuando me gradúe, ya lo verán. Recuerdo que durante una semana me esforcé para escribir un artículo sobre la deforestación del estado de Queensland (en el norte de Australia). La historia fue publicada al final de la semana, recuerdo que estaba por salir de la ciudad con mis amigos y no paraba de sonreír—estaba escribiendo para una publicación que adoraba y sobre los temas que más importan. Estaba viviendo el sueño. Sólo que a la gente le importó un pito mi historia sobre la deforestación. Apareció en la página principal de VICE, la leyó mi mamá, nadie más la leyó y en un momento desapareció. Seguía contento por haber publicado algo pero estaba confundido ¿Por qué a nadie le importa la deforestación?
Días después, me dediqué a comer únicamente Nutella durante una semana entera. Nunca he dicho que esto sea periodismo de verdad—nunca quise que esto tuviera dimensiones exageradas—buscaba divertirme un poco. Cuando se publicó la historia, no esperaba que desatara el pequeño tsunami que provocó y a la fecha sigo viajando sobre esa ola.
De un día para otro, la historia fue traducida al francés, español, italiano y alemán y apareció en los canales de VICE de cada país. Desperté al día siguiente con 2000 seguidores nuevos en Twitter, considerando que antes tenía unos 12, y recibí una larga lista de invitaciones para ser amigos en Facebook, mensajes por inbox y correos electrónicos con confesiones de amor y también algunas guías detalladas con instrucciones para quitarme la vida. Me convertí en leyenda, en desgracia para el periodismo, y al mismo tiempo era el mismo sujeto de siempre. Desde entonces he entrevistado a narcomenudistas en Bali (Indonesia), merodee por las instalaciones de la secta más notoria de Australia, pedí un cigarro en un festival de música y lo fui intercambiando por distintos objetos hasta conseguir cocaína, tomé micro-dosis de LSD todos los días por una semana a nombre de la ciencia, usé un sombrero de fieltro que me arruinó la vida, viajé con la banda Wu-Tang Clan en su gira por Australia, estuve en el público de “Quién quiere ser millonario” mientras viajaba en ácido y me metí de contrabando a un concierto de Coldplay gracias a que llevaba un chaleco de alta visibilidad.
Todas estas historias han hecho que mi estúpida cara aparezca en las pantallas que ven seres humanos entre Sao Paolo y Tel Aviv y el resto de las malditas ciudades del mundo. He recibido un sinfín de correos de chicos universitarios pidiéndome consejos—correos que leí de prisa, en camino a alguna parte. Siempre tarde. Mira Rebecca, me encantaría ayudarte con tus proyectos futuros, pero, carajo ¿qué sé yo? Mira, Rebecca, me acabo de graduar y ni siquiera tengo para comprar papel de baño, del que es verdaderamente suavecito. Y aún así, me siguen buscando personas que en la prepa nunca me hablaron y ahora quieren que les preste lana, o peor aún, quieren que me involucre en su esquema de pirámide. Venga, no te hagas, tu cara está en todo internet, seguro estás forrado de dinero.
Esto no es nada comparado con lo que he aprendido sobre nosotros. Los seres humanos. Como pinche colectivo. Todos los periodistas lo descubren eventualmente. Escribe algo con el alma y el corazón, algo que esperas logre algún cambio, algo que genere una mínima diferencia positiva—y siempre será superado por un gatito que tira un florero de una mesa. Siempre. De hecho, Rebecca, aquí tengo un consejo para ti. Ríndete. El gato siempre gana. El gato. Siempre. Gana.
No quiero que se me tome a mal, soy afortunado. Entre las aventuras mencionadas antes, he tenido muchas más, y mientras he logrado hacer un poco de periodismo de verdad, aunque sea de vez en cuando. Soy afortunado, lo sé. Me obligo a recordarlo todos los días. No tengo derecho a quejarme. Y al mismo tiempo no puedo quitarme esta sensación catastrófica. A la pantalla en blanco le vale madres tu pasado, a la compañía telefónica no le importa la vez que me correteó un emú [un ave australiana que es como una avestruz]. La compañía de teléfonos y todas las demás compañías que mandan cuentas son como el personaje Paulie, de la película Goodfellas. Chinga tu madre, págame. Mi propia cabeza no deja de ser un impostor lleno de dudas que sólo vive de lo que hayan sido las últimas 24 horas. ¿Qué has hecho por mí últimamente?
Cuando la historia del patín del diablo apareció en mi buzón, hasta me emocioné. Llegué a casa con un patín del diablo, nuevo y rojo, patrocinado por VICE. Salí esa noche con mi novia con la idea de tomar fotos. Jaja qué chistoso llevar un patín del diablo a una cita, qué loco—será genial para el artículo. Fuimos a un bar (y sala de cine) en una azotea llamado Rooftop Bar a ver una película porque, ustedes adivinaron—qué buena foto. LOL jaja quién lleva un patín del diablo a un bar en una azotea. De escándalo.
Nunca antes había tenido dificultades para escribir una historia. No así. Pero hay una razón. Ésta no era una aventura. Ni siquiera era algo interesante. Simplemente era una sesión de fotos—me ayudaría a pagar las cuentas durante esa semana. Algo le faltaba. Le faltaba un ingrediente que realmente no se puede señalar con facilidad pero cuando la historia lo tiene, lo sabes, y es dolorosamente obvio cuando no. A esta historia le faltaba chispa. No se trataba de andar en patín del diablo una semana, estaba repitiendo una fórmula trasnochada y cansada que había producido y reproducido varias veces.
“Necesitas más”, básicamente resume todas las respuestas de mi editor cuando entregué la historia, cuando la volví a entregar por segunda vez, por tercera, cuarta—ustedes me entienden. Hmm, qué más se puede hacer en un patín del diablo que valga la pena relatar en un texto… ¡Caray, estaría cagado entrar al Auto-Mac en mi patín! Es chistoso por que el Auto-Mac es para autos. Extremo.
No importa lo que hagamos, una mierda es una mierda. Y no se puede pulir un artículo mediocre y mal hecho. Y desde entonces, ahí sigue, entre otros proyectos abandonados. Hace meses que no publico nada de verdadera substancia. Entonces aquí voy a decir algo que tiene sustancia. Algo real. La verdad absoluta. No me importa que una voz interna me grite “TUS PROBLEMAS SON DE PRIMER MUNDO” con cada línea que escribo.
Hace unas semanas, sentado en los escalones de mi departamento provisional en Tokio, sostuve una conversación llena de emociones con un ser humano que quiero profundamente. Fue uno de esos momentos que simplemente sabes que se quedarán contigo por muchos años—lo sabes incluso a media conversación y por ello hay una especie de retroalimentación que te lleva agregar capas y capas de significado a la plática—y es entonces que aparece tu verdadero yo. Se había hecho tarde y no había mucho ruido, y entre el aire tranquilo de la noche hablamos de la honestidad—lo único que realmente importa cuando se termina este juego, en tu último respiro, porque si no puedes ser honesto con los demás ¿como puedes serlo contigo mismo? Lo único que tenemos es nuestra honestidad, nuestra autenticidad. El artículo del patín del diablo sonaba a farsa desde el principio—una versión más de los residuos del fondo del barril, hice tal cosa una semana porque me quedé sin ideas, tengo hueva, escribiré algo valioso la semana que viene, ¿sale? así que déjame en paz.
Un hombre que respeto mucho me dijo, eres lo que haces cuando nadie te está viendo. Aprendí rápidamente que los farsantes tarde o temprano quedan expuestos y luego viven en un constante malestar. Para liberarte de un estrés innecesario, es importante ser auténtico con los demás, es el único camino para ser honesto contigo mismo. No pude publicar este artículo como estaba planeado. Y me gustaría decirte que tú, el lector, me importas. Pero no me importas. Sólo quiero ser honesto para poder dormir por las noches. Y para poder mirarme al espejo y sentirme tranquilo.
Traducción de Benjamín de Buen, colaborador de Tinta chida